sábado, 19 de marzo de 2016

Nota pedida de un teólogo: ¿Es la religión opio de los pueblos?


Ciertamente hubo una crítica de la religión típica de los siglos XIX y primera parte del XX. Sea desde el materialismo de Feuerbach o la dialéctica marxista, la sospecha nietzchiana o el psicoanálisis freudiano, la religión fue objeto de indagaciones críticas, que se afirmaban desde una visión antropológica racionalista y positivista, desde la modernidad del hombre “maduro”. Lo religioso era visto como debilidad, la infantilidad del ser humano, su estado alienado, su incapacidad de afrontar la realidad de su existencia precaria, el sostén e inútil protesta de su opresión, un recurso de las imposiciones hegemónicas, cuando no la válvula de escape o el mecanismo justificatorio de la violencia. En todos los casos, por mecanismos de la ideología dominante o por una neurosis cultural, la religión no era sino un lugar oscuro en la que los humanos nos escondíamos, o éramos capturados mentalmente, para no afrontar, y eventualmente transformar, nuestra realidad.
Los mismos teólogos cristianos hicieron su crítica a la religión. Esta vino principalmente de la vertiente evangélica barthiana, y su distinción entre fe y religión. Una cosa es la Fe y otra la religión. En este caso la religión era vista a la vez como el producto y el límite de la arrogancia humana, la inútil pretensión de alcanzar lo infinito, la trascendencia inaccesible para nosotros. Eso es la religión, a sentido contrario de la fe, a la que solo podemos acceder como un don, como algo que nos viene de afuera por iniciativa de Dios Trino, para ser crítica de toda empresa humana, de cualquier ilusión de perfección que nos podamos adjudicar. En esa lectura la religión era doblemente alienante: por un lado descoloca al ser humano de su propia realidad, le da una ilusión de un mundo al que realmente no tendrá acceso y que no le puede resolver las frustraciones que experimenta en este, y por el otro le hace creer en la posibilidad de negociar y manipular lo divino, de conocerlo y usarlo según sus propios intereses, de estipular las exigencias y sacrificios que se impone a sí mismo y a otros.
Esta crítica de la religión que alimentó la visión secularista del siglo XX demostró también sus límites, como también se vincula con las crisis que significaron las guerras mundiales. Porque superando esa primera visión parcial de la religión, surge un reconocimiento de otras dimensiones del fenómeno religioso, a partir de análisis concretos de la operatividad y modo de representación que se da en las simbólicas sociales, la fuerza de las construcciones culturales, incluyendo lo religioso, y la propuesta de una antropología más holística, que supere el reduccionismo racional positivista.
Así fue posible ver que la potencialidad transformadora del ser humano, su caudal emancipador y su búsqueda de libertad, la fe y la esperanza que nos impulsa en la afirmación vital, las fuerzas movilizadoras, se expresan también en lenguajes, símbolos e incluso dinámicas sociales de cuño religioso. La religión no es solo aletargamiento e infantilismo, alienación, pretensión y soberbia: también es fuerza de protesta, capacidad de resistencia, anticipación de lo alternativo. La religiosidad puede sostener identidades amenazadas, potenciar y movilizar pueblos sojuzgados, recuperar dignidades avasalladas. Puede ser el espacio simbólico donde se elaboran nuevas visiones convocantes, que aglutinen y orienten las fuerzas dispersas de los oprimidos, asiento de esperanza.
Así aparece más claramente la ambigüedad de todo fenómeno religioso, su peso opresivo tanto como su potencial movilizador de fuerzas libertarias. Y lo que es más, ambos se dan conjunta y simultáneamente, solo que en ciertas circunstancias alguno de estos componentes parece prevalecer sobre el otro.
Esto nos lleva a la pregunta por cómo opera lo religioso cuando se da atado, cuando expresa y sostiene, a un determinado sistema económico, cultural político y social, en este caso el que nos gobierna a nivel mundial: “el capitalismo”. Y lo decía Marx: Que el capitalismo tiene en su concepción un enfoque teológico.
No cabe duda hoy que el modo de producción capitalista está creando su propio discurso religioso, e incluso moldea aquellos preexistentes, (como el cristianismo), que hoy responden a sus dinámicas formativas, se acomodan al mundo simbólico y los vectores de sentido que ha creado. La captura del deseo que aparece

2. Como su principal herramienta de control social, crea su propia trascendencia y propone su propio camino de salvación, aparece como estructural y estructurante de un campo social, genera una virtualidad tan ambigua como el propio fenómeno religioso. Diseña su propio paraíso, propone su “moral”, reclama su propia transcendencia, configura una antropología que se hace normativa.
El capitalismo funciona como religión opio de los pueblos.
Al confrontar la idea del capitalismo como religión, (Walter Benjamin),  cabe hacerse la pregunta por el alcance y modo de su crítica. ¿Es el capitalismo en su dimensión religiosa opresivo porque es capitalismo o por la particular forma que toma cuando deviene religión?
Es decir, qué es lo que lo hace opresivo en el espacio cultural-religioso. Por cierto que los análisis sociales y económicos emprendidos desde el marxismo y otras teorías han intentado mostrar la naturaleza explotadora de este modo de producción.
La pregunta subsistente es, a partir de reconocer que el capitalismo opera también como religión, si ahora deberían aplicarse a la “religión de mercado” también someterlo a la crítica de las religiones. La verdad es que el capitalismo como sistema económico, especialmente el capitalismo de consumo, no puede subsistir sin su pretensión globalizante que incluye una orientación cultural afín, una antropología justificatoria, una fuerza política y militar que lo respalde, no puede darse sin una fuerte posición de hegemonía cultural e ideológica, sin una simbólica que tiene las características de un sistema de creencias autojustificado, que reclama una fe de neto corte religioso.
Por su propia dinámica el capitalismo solo puede sostenerse creando un núcleo, (ethos),  cultural, incluso religioso, connatural al mismo. El capitalismo posmoderno solo puede sostenerse a partir de la captura del deseo. El deseo, como fuerza movilizadora debe ser puesto al servicio del mercado. Si en la antigüedad el esclavo era encadenado por los duros grilletes de hierro y sucumbía bajo el látigo del amo,  en el capitalismo de producción el obrero quedaba sometido por la invisible cadena del salario, en el capitalismo de consumo será la potente fuerza del deseo (cautivo, colonizado) lo que subyugará la voluntad del consumidor. Pues todo ser humano es visto y definido, en primera instancia, en tanto consumidor. La inclusión es inclusión en el consumo.
Antes de ser productor, sujeto de creatividad y esperanza, sujeto de fe, el capitalismo posmoderno lo define como consumidor a partir de la captura del deseo, nuevo móvil y artífice del sistema de mercado. La utopía que se le propone al excluido nace de un efecto de mostración que lo pone en el lugar del deseante. Un deseo que es colonizado. Un deseo que es el deseo del otro. Deseo del otro en un doble sentido: soy llevado a desear lo que el otro desea, pero más profundamente, soy llevado a desear al otro mismo como posesión, porque todo queda reducido a mercancía, a posesión, incluso el prójimo humano. El deseo es capturado por el ansia de posesión, ansia siempre necesariamente insatisfecha (Z. Bauman. Modernidad líquida), porque todo viene con plazo de vencimiento, con la marca de la obsolescencia. Incluso las relaciones humanas y los propios seres humanos quedan como descartables en una relación de te uso y te tiro: Padres que descartan a sus hijos, hijos que descartan a sus padres y ni hablar de las parejas. (Z.Bauman, Vidas desperdiciadas).
Así, hasta lo íntimo se hace público (Gran Hermano) y se exhibe de tal forma que nos hace depender del poderoso Dios mercado y su mediador, la publicidad. (Lo público se hace privado y lo privado se hace público. El Estado está para socializar las pérdidas entre el pueblo y garantizar que las ganancias queden en las manos privadas de los grandes grupos económicos.)
Queda entonces la otra alternativa: la crítica de la religión capitalista por su contenido, justamente por su dimensión sacrificial. De allí que la religión capitalista debe ser planteada como “religión espuria”. Es decir,

3. algo que no es religión pero que se disfraza de serlo, que se asume engañosamente como religión cuando en realidad es solo el aparato ideológico de un sistema económico que moviliza a lo religioso, la religión en tanto búsqueda del misterio, en tanto dadora de sentido. La religión capitalista no religa al ser humano a nada que no sea el mismo capital, lo inmanentiza en un solipsismo,(solo yo existo), fetichista, el solipsismo del dinero.
¿Por qué es que nuestras mentes quedan capturadas en esta trampa? ¿Cómo es que se confunde al Dios del Amor revelado en Jesucristo crucificado-resucitado con Mamón, Dinero, Capital? Se entrampan los seres humanos ahora en este círculo de seducción por dinero, y así la fetichización alcanza su máxima potencia.
El incremento de la realidad virtual, que gracias a las tecnologías comunicativas va cubriendo todas las áreas de las relaciones humanas (Facebook, Tweeter) nos ayuda a pensar que lo ficticio es real, a pensar las relaciones humanas como mediadas por el “aparato” y quedamos igualados en nuestra reducción a piezas de la gran máquina productora que es el capitalismo. Solo que ahora también está produciendo nuestra subjetividad desde adentro, desde lo íntimo, desde el deseo. La virtualidad realiza como simulacro el ansia de igualdad: todos somos la ficción de nosotros mismos.
Pero resulta que en esa virtualidad pseudo-igualitaria se oculta la realidad de que los recursos están todos en la mano de humanos ricos y poderosos, y no más del Señor de Creación. Ese modo de inclusión oculta su contraparte de la verdadera exclusión. La vida humana es un “sin valor” que reducida a “nuda vita” (Agamben). Solo tiene valor el dinero para invertir en el mercado, y las vidas valen en tanto disponen de ese sustituto de su propia vida. Hasta pierde su existencia legal (leyes migratorias en Europa-refugiados). Esto justifica la expresión de Agamben de que todo el mundo se ha convertido en “campo de concentración”, y eventualmente “campo de exterminio”. Solo se es verdaderamente humano si es reconocido por las reglas del mercado, si se tiene el teléfono celular, etc.
Y, se nos aclara, no hay ningún otro sistema, ninguna otra manera de vivir, no hay otro camino de salvación (M. Tatcher: “the only way”). O como dice el lema de Wall Street: (One sistem, no limits, un sistema sin límites) No hay soluciones alternativas. Por eso, en medio de la crisis, la única vía que se les ha ocurrido es reforzar el mismo sistema, seguir “ad mortem” las reglas del capitalismo financiero. Y “ad mortem” es, efectivamente, la vida reducida, el ajuste de lo social, la muerte de millones de seres humanos.
Esta “sola manera” es un camino pavimentado por la inanición de millones, por la enfermedad y la violencia, por la corrupción generalizada y el vaciamiento de recursos. Es una religión, pero una religión del sacrificio de millones de seres humanos y del planeta mismo. Un camino abierto, no a la vida sino a la muerte.
 "A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él; porque él es vida para ti, y prolongación de tus días; a fin de que habites sobre la tierra que juró Jehová a tus padres, Abraham, Isaac y Jacob, que les había de dar" (Dt 30:19-20).

Fernando H. Suarez (Doctor en Teología, presbítero de la Iglesia Evangélica Metodista Argentina).


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